Cuando San Agustín habló de la anorexia

Cuando San Agustín habló de la anorexia

¿Qué tiene que aportar un obispo del siglo IV a una veinteañera del siglo XXI sobre un tema tan aparentemente actual como los trastornos alimenticios?

En el primer verano de mi recuperación, leí las Confesiones de San Agustín, porque había oído que era uno de los libros más importantes de la historia del cristianismo. En su lugar, me encontré con uno de los libros más importantes de mi historia personal. El impacto fue tal que a continuación devoré La Ciudad de Dios, y después le escogí como tema de mi trabajo de fin de grado, pudiendo conocer muchas más de sus obras. Ha sido el santo al que más he recurrido en mi recuperación, y por eso puedo decir que estuvo bajo su patronazgo.

¿Por qué San Agustín?

Me siento identificada con San Agustín principalmente por dos razones: porque buscaba la verdad, pero al mismo tiempo andaba perdido en cosas que no eran la verdad y que le esclavizaban; cuando descubrió la verdad, tuvo que apartarse dolorosamente de esas cosas que eran su vida, y no podía, y a la vez quería y no quería, hasta que se dio cuenta de que la única manera era no hacerlo por sí mismo, sino dejarlo a la gracia de Dios. Todo esto se asemeja mucho al proceso de elegir y empezar la recuperación.

Antes, cuando estaba metida en la anorexia, yo estaba convencida de estar en lo bueno y que los demás estaban equivocados. Y creía estar muy cerca de Dios. San Agustín, en su búsqueda de la verdad, también acabó metido en una falsa religión: el maniqueísmo. Cuenta cómo en lugar de la verdad le ofrecían falsedades, “Pero como las tomaba por Ti, comía de ellas”, creía que eran Dios. Sin embargo, en realidad eran lo contrario a Dios. “¡Oh, cuán lejos estabas de aquellos mis fantasmas imaginarios!”. “¡Ay, ay de mí, por, qué grados fui descendiendo hasta las profundidades del abismo, lleno de fatiga y devorado por la falta de verdad!” (III, VI).

Otro detalle en común es que ambos teníamos una madre que veía cuán equivocados estábamos y hacía todo lo posible y rezaba para que saliésemos de nuestros errores. ¡Cuánto hicimos sufrir a nuestras madres! Pero también se alegraron sin medida cuando por fin salimos del agujero.

«Saints Augustine and Monica», Ary Scheffer. © The National Gallery, London 2018

Eligiendo salir

Vayamos a ese punto, cuando uno quiere salir, que es lo más difícil. Aunque San Agustín confiesa que nunca había sido completamente feliz en su vida anterior a la conversión —marcada en gran parte por pecados de índole sexual—, como sucede con cualquier adicción (un trastorno alimenticio también), uno no se da cuenta de hasta qué punto está esclavizado hasta que quiere dejarlo. Así pues, los problemas no se acaban de golpe con la conversión, al igual que un trastorno alimenticio no se acaba de golpe con elegir la recuperación.

Dice San Agustín en esos momentos: “Ya no existía tampoco aquella excusa con que solía persuadirme de que si aun no te servía, despreciando el mundo, era porque no tenía una percepción clara de la verdad; porque ya la tenía y cierta” (VIII, V). Ya no podía seguir diciendo que no sabía si la voluntad de Dios era la anorexia o la recuperación, porque había visto claro cómo las mentiras de la primera se derrumbaban, y sobre todo cuando empecé la dirección espiritual, pues desde entonces, aunque yo muchas veces sintiera lo contrario, sabía a qué criterio debía atenerme.

La lucha por dejar el mal atrás

“Temía tanto el verme libre de todos aquellos impedimentos cuanto se debe temer estar impedido de ellos” (VIII, V). Tenía yo un miedo atroz a verme libre de la anorexia, tanto por cuestiones físicas (creer que me iba a volver gorda), como porque era lo que definía toda mi visión de la vida y —pensaba— a mí misma y a mi vocación. ¿Cómo imaginarme a mí sin eso? Así, paradójicamente, temía abandonar lo malo en vez de temer lo malo.

“Rehusaba [el alma] aquello [ir tras de Ti], pero no alegaba excusa alguna, estando ya agotados y rebatidos todos los argumentos. Sólo quedaba en ella un mudo temblor, y temía, al par que muerte, ser apartada de la corriente de la costumbre con la que se iba consumiendo mortalmente” (VIII, VII). Así se sentía San Agustín después de que un amigo suyo le hablara de la vida de los monjes. Así me sentía yo cada vez que mis argumentos morales eran refutados en la dirección espiritual, y también cada vez que visitaba los blogs y cuentas de instagram de las chicas que ya se habían recuperado e invitaban a saltar junto a ellas al otro lado.

Queriendo querer

“Manda el alma que quiera el alma, y no siendo cosa distinta de sí, no la obedece, sin embargo. ¿De dónde este monstruo? ¿Y por qué así? Manda, digo, que quiera —y no mandara si no quisiera—, y, no obstante, no hace lo que manda. Luego no quiere totalmente; luego tampoco manda toda ella; porque en tanto manda en cuanto quiere, y en tanto no hace lo que manda en cuanto no quiere” (VIII, IX). Esto puede parecer un trabalenguas, pero leyéndolo despacio, encierra tanta verdad… Así era yo: quería querer la recuperación, pues ya había entendido que era buena, que mis miedos eran infundados, y que era la manera con que iba a dar gloria a Dios. Pero, con todo, no era capaz de quererla; pero lo importante es que seguía eligiéndola a pesar de ello.

“No hay, por tanto, monstruosidad en querer en parte y en parte no querer, sino cierta enfermedad del alma; porque elevada por la verdad, no se levanta toda ella, oprimida por el peso de la costumbre” (VIII, IX). No merecía la pena fustigarme a mí misma por no querer; llevaba demasiados años sumergida por completo en lo otro como para poder cambiar de repente. Valía con querer querer, y poco a poco echaría a volar.

La batalla contra las voces

“Ya no recaía en las cosas de antes, sino que me detenía al pie de ellas y tomaba aliento y lo intentaba de nuevo […] llenándome de mayor horror a medida que me iba acercando al momento en que debía mudarme. Y aunque no me hacía volver atrás ni apartarme del fin, me retenía suspenso” (VIII, XI). Las antiguas costumbres me llamaban, me gritaban, pero resistía. A duras penas a veces, acabando en llanto y pánico. Pero me levantaba y lo volvía a intentar. Eso sí, cuanto más veía que esto de la recuperación iba en serio y no había vuelta atrás, más me aterrorizaba: ¿dónde me había metido? Y eso me hacía querer ralentizar más el proceso.

“Pero las oía ya de lejos, menos de la mitad de antes, no como contradiciéndome a cara descubierta saliendo a mi encuentro, sino como musitando a la espalda y como pellizcándome a hurtadillas al alejarme, para que volviese la vista” (VIII, XI). Con el tiempo, las voces pasaron de estar al frente a replegarse; ya no eran las dueñas de la plaza, sino que querían reconquistarla. Por otro lado, de este modo se volvían más astutas y sibilinas, pues ya no valía con que me dijeran “tira la comida” u otras órdenes simples, sino que me enredaban en argumentos sutiles y complicados. 

Al principio yo las escuchaba, porque temía perderme algo importante (algo de Dios, quizás); y si no, al menos, sentía que debía salir a combatirlas. Pero la única manera de salir de sus trampas es no “volver la vista”, ignorarlas y seguir mirando hacia delante en el camino que has escogido.

El arma secreta: la gracia

Cuando Dios te ordena que te recuperes de un trastorno alimenticio, te está pidiendo algo superior a tus fuerzas, pero eso no quiere decir que sea imposible, porque hay algo todavía mayor: su gracia. Por eso, el secreto es pedir a Dios la gracia para poder hacer lo que Él te pide. O, como lo expresa San Agustín, decirle: “Da lo que mandas y manda lo que quieras” (X, XXIX). 

«Saint Augustine», Philippe de Champaigne. © Los Angeles County Museum of Art (www.lacma.org)

La Ciudad de Dios

Si las Confesiones inflamaron mi corazón para la lucha, La Ciudad de Dios tranquilizó mi alma con argumentos para hacerme comprender todavía más por qué la anorexia no era el camino. Aprendí bastantes cosas, pero la mayor lección que saqué es esta: “Por más laudable que parezca el dominio del alma sobre el cuerpo y de la razón sobre las pasiones, si tanto el alma como la razón no están sometidas a Dios, tal como el mismo Dios lo mandó, no es recto en modo alguno el dominio que tienen sobre el cuerpo y las pasiones” (XIX, XXV).

Así que el dominio del cuerpo por el alma no debe ser por orgullo o falsas convicciones de piedad o pureza, sino orientado a Dios y ordenado desde Él. Solo habrá justicia y virtud si los dominios están ordenados: primero el alma a Dios, y luego el cuerpo al alma, para que en definitiva se cumplan los designios de Dios también en el cuerpo.

Él llega a decir que hay gente que se abstiene de pecados del cuerpo por pecados del alma, que son los que creen en herejías, como los maniqueos, que consideraban mala la materia. Por tanto, cuando como, no es que esté perdiendo mi disciplina y autocontrol, sino que estoy subordinando esas cualidades de mi alma a la voluntad de Dios, y entonces ya sí puedo subordinar mi cuerpo a eso que mi alma ha oído de Dios y usar de la comida, como del resto de bienes temporales, en orden al Bien Supremo.

A lo largo de las diferentes obras de San Agustín que he tenido la suerte de leer, se repiten una serie de convicciones que debemos dejar que calen en nuestra alma mientras pasamos por el trance de la recuperación. Voy a resumir algunas:

  • El cuerpo humano es bueno, así como la materia en general,

    pues todo ello ha sido creado y querido por Dios. La comida es uno más de los bienes de este mundo. Si odiamos nuestro cuerpo y si consideramos la comida un mal, estamos blasfemando contra Dios, no siendo más “espirituales” o “puros” (eso serían ideas heréticas).

  • La belleza es también buena y querida por Dios,

    el cual es de hecho Suma Belleza. Buscarla, por tanto, no es en sí malo, y nadie debería juzgarnos vanidosos por ello. La belleza de las cosas espirituales es siempre mayor que la de las materiales, y en consecuencia esa debe tener prioridad; pero la de las materiales, como el cuerpo, actúa como reflejo de la otra. Nadie se quejaría de que un artista buscase hacer una obra bella. Y si la salud y la belleza son ambos dones de Dios, no pueden contradecirse. Es imposible que el llegar a un peso sano nos quite la belleza.

  • El orden del amor:

    podemos amar las cosas por sí mismas (amor de disfrute) o por otras (amor de uso). Solo a Dios se le debe amar de la primera manera, y al resto de las cosas, en tanto nos conduzcan a Él. Dios es el fin, y las cosas son medios. Esto ayuda a poner las cosas en su sitio. ¿Amar la comida me convierte en glotona? No, porque uso de ella como un don que Dios me da para mi sustento y poder así tener energía para llevar a cabo su obra en el mundo. ¿Y si la “disfruto”? Tampoco, porque en este caso con “disfrutar” nos referimos no a quererla por sí misma, sino a apreciar sus buenas cualidades, que Dios ha puesto en ella para nosotros como un regalo. Ese “disfrute” nos lleva al agradecimiento, y por tanto nos saca del “amor por sí mismo”. Por el contrario, paradójicamente, la anorexia sí supone convertir la comida en el centro de nuestra vida, y por tanto sería una idolatría.

Lee a San Agustín. Es un gran amigo para ayudarte a perseverar en las dificultades de la recuperación, que al fin y al cabo es en muchos sentidos una conversión. Una en la que Dios quiere salvar lo que Él ha creado, a Ti, su hija o hijo amado, pero para eso necesita que destruyas lo que tú creías que eras tú (pero no eres): tu trastorno alimenticio.“Para que Dios salve lo que ha hecho, destruye tú lo que has hecho” (Tratados sobre el Evangelio de San Juan XII, XIII).

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