La clave que olvidamos al hablar de qué alimentos son «buenos»

La clave que olvidamos al hablar de qué alimentos son «buenos»

Alimentos buenos vs alimentos malos. ¿Qué imagenes te han venido a la cabeza? En realidad, no es relevante cuáles hayan sido. El simple hecho de que tu mente haya asociado estos términos a productos concretos automáticamente debería darnos qué pensar. Si no son buenos y malos moralmente (son inanimados), ni por utilidad (todos nos alimentan), ni por satisfacción que proporcionan (te puede gustar más uno “malo” que uno “bueno”), ni por calidad (uno “malo” puede estar mejor elaborado que uno “bueno”)… ¿De dónde han salido esos adjetivos?

Calorías y nutrientes

En el mundo de las dietas, parecen imperar dos tendencias: A) una caloría es una caloría, de modo que lo que importa es la ingesta total frente al gasto total, las fuentes de esas calorías dan igual y B) las calorías son secundarias, lo más importante es el tipo de alimentos que consumimos. Podríamos resumirlas en calorías vs nutrientes, o más vulgarmente en cantidad vs calidad. 

Obviamente, en cuanto a las dietas para perder peso, aunque se presenten como B, al final su objetivo tiene que ver más con A. Pero no hablo aquí en ese sentido, sino en el de las dietas que no son para modificar el peso en un momento concreto, sino para toda la vida, para llevar un estilo de vida sano. Todas ellas se caracterizan por dividir los alimentos en buenos y malos. Algunas de manera más burda, excluyendo o reduciendo en extremo grupos nutricionales enteros (carbohidratos, grasas), o demonizando ciertos componentes a los que solo un porcentaje bajo de la población es intolerante (gluten, lactosa, azúcares) o tipos de alimentos (por ejemplo los de origen animal —no hablo aquí de quienes lo hacen por su ética—, los transgénicos), etc. Otras de manera más sutil: contra los procesados —en diversos grados—, el azúcar añadido, los fritos…

Vuelta a la base

De esta manera, mientras una parte grande de la sociedad come sin pensar, con los problemas de salud que ello conlleva (sobrepeso, enfermedades cardiovasculares, desajustes hormonales, deficiencias nutricionales, etc.), otra —no tan pequeña, y creciente— vive obsesionada con la comida. Bien siguiendo cada titular sensacionalista de las revistas e incluso los periódicos sobre los últimos “descubrimientos” alimenticios, generalmente sin fundamento, o bien, y últimamente esta parece la tendencia, adhiriéndose a alguno de los grupos descritos anteriormente. 

Pienso que algunos de esos grupos tienen más razón que otros, y desarrollan una labor buena y necesaria a la hora de hacer que las personas se cuestionen sus hábitos alimenticios y de proporcionar información para que no sean engañadas por la publicidad de las marcas. Pero creo que toda buena educación empieza por las bases, y esta vez el fervor por dar la batalla a la industria ha hecho que se pierdan de vista esas bases.

Y la base es la siguiente: la comida es comida. Todos los alimentos nos proporcionan en primer lugar energía (calorías) para vivir y, si hay suficiente, para correr, saltar, bailar, etc.; y en segundo lugar, nutrientes, que cumplen determinadas funciones en nuestro organismo y debemos procurar que estén en equilibrio. Además, son fuente de disfrute y diversión, al cocinarlos, al comerlos, al compartirlos. Ningún alimento es malo en sí mismo en cuanto alimento, porque no puede hacernos mal en sí mismo. Y todo alimento es mejor que cero alimentos. 

Aprendiendo a comer todos los alimentos

Yo sufrí durante muchos años de anorexia, y cuando por fin decidí recuperarme, al principio probé de todo: continuamente cambiaba de marcas de cereales, de yogures, de galletas; tomaba helados y chocolates sin mirar las etiquetas… Y todo era un reto y un logro. Me costaba horrores, me creaba una culpabilidad casi insoportable, me sentía gorda y sucia; pero también me llenaba de orgullo, era como dar un puñetazo en la cara a esa voz malvada en mi cabeza. Y en cada bocado, invitaba a Jesús conmigo. Era mi manera de darle gloria en mis circunstancias. Tomar tarta, picar patatas fritas, ir a comer al McDonald’s, y todas las cosas que harían a estos heraldos de la salud llevarse las manos a la cabeza, eran para mí fuente de salud física y mental.

Aunque mi manera de comer ahora es muy diferente a mi manera de comer al principio de la recuperación, no me arrepiento en absoluto de haberlo hecho así. De hecho, enfrentar las comidas que nos dan miedo, probar todo aquello que teníamos prohibido y romper con las normas rígidas que nos habíamos impuesto es un paso fundamental y además muy bello. Es el inicio del renacer. Y es muy triste que para algunas personas este paso sea aún más difícil de lo que ya es (muchísimo), por culpa del extremismo de algunos movimientos o miembros de los mismos o de campañas “por la salud” que presentan todo como blanco o negro.

Algunas cosas que he leído y escuchado no solo me parecen preocupantes porque pueden actuar como detonantes para personas que tengan trastornos alimenticios o sean propensas a ello, sino que directamente son enfermizas. Supongo que por eso la ortorexia no solo está en boga sino que es normalizada e incluso alabada por la sociedad.

Lo que deberíamos estar enseñando

Dicho esto, considero que la educación nutricional es clave. En una segunda fase de la recuperación, me resultó muy útil y positivo aprender sobre los macronutrientes y las propiedades de los alimentos, fijarme en los ingredientes, saber leer las etiquetas nutricionales, formarme en nutrición a través de fuentes confiables para crearme un criterio sólido, etc. Dándome cuenta de lo mucho que había maltratado mi cuerpo durante años, ahora quiero cuidarlo y darle lo mejor. Es más, me parece apasionante. El conocimiento es poder, y ha cambiado mi forma de ver la comida, permitiéndome apreciarla de forma más objetiva y por tanto “desmitificarla” y así perderle el miedo. 

Todo tiene su momento y sus formas. Hay que enseñar que todos los alimentos son buenos antes de que unos son más nutritivos que otros. Se podrían evitar muchos problemas enseñando a llevar una alimentación sana, aunque siempre insistiendo en sus aspectos bellos y positivos: el valor de respetarnos a nosotros mismos mediante el cuidado de nuestro cuerpo, la demostración de que comer sano no es en absoluto aburrido e insípido, etc. Se trata de actuar con nuestro cuerpo, no contra nuestro cuerpo; de elección libre y consciente y no de privación.

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